martes, 22 de febrero de 2011

A la abuela María

Quise escribirte esto hace un año. Pero entonces las lágrimas no me dejaban escribir. Hoy no quiero acostarme sin hacerlo. Aunque me salga de la temática habitual de mi blog, y me abra en canal, pero te lo mereces.

Y es que todavía me parece sentirte, me parece que me llega tu olor, que oigo tus pasos por la casa: apagando luces, encendiendo la luz pequeña del escritorio al ir a dormir, para que no me diera miedo (...y resulta que la que no podía dormir sin luz eras tú)... Andabas arrastrando un poco los pies -y mira que te daba coraje que lo hiciéramos nosotros de pequeños- porque los años no te permitían levantarlos más del suelo.

Te recuerdo en la cocina, picando pepino para el gazpacho del abuelo: "De una muerte repentona, se murió Cristobalona!" cantabas mientras oías al abuelo que entraba pidiendo su comida. Y entonces nos reíamos.
Te recuerdo a las tantonas, en el cuartito de estar, planchando sentada toda la ropa blanca de la casa, con una paciencia infinita, mientras algún programa de la tele me entretenía más de la cuenta y me decías: "Va a haber que ir acostándose, no? que mañana hay que levantarse temprano!!" Y acto seguido: "Déjalo, hija, ya lo recojo eso yo más tarde", cuando iba a llevarme los platos a la cocina... Siempre pendiente de los demás, siempre atenta a los detalles... Hasta que ya no pudiste hacer tú las cosas, y tenías que quedarte en tu sempiterno sillón, esperando a que te pusiéramos la comida en la mesa al principio y en el plato o la mano al final. Y siempre, la disculpa, preocupada por depender ahora de los demás: "Ay, hija, tú que vienes aquí un ratito y yo te hago trabajar". "Anda ya, abuela, qué trabajo me cuesta!", te respondíamos. Pero tú igual, casi pidiendo perdón por no poder servirnos tú, como habías hecho siempre.

Y así recuerdo mil historias más, montones de momentos cotidianos: en el pasillo, tendiendo interminables coladas de sábanas. En Mazagón, poniendo y mandando poner la casa a punto, para que la encontráramos en condiciones, sin una triste araña que adornara ningún rincón. En la despensa, sacando las chocolatinas y dulces que nos comprabas y guardabas con toda la ilusión del mundo. En el dormitorio, haciendo la cama dos veces al día: por la mañana y tras la siesta del abuelo. En el balcón -el que hoy tiene las banderas-, asomada y saludando a las vecinas que habías dejado de ver al no salir a la calle, viendo pasar a los demás y pregundándote quiénes serían sus padres o abuelos, si los habías conocido o si serían "forasteros".

Te recuerdo en tu "hotel", llamando a Reyes por el balcón, bajando una canasta con una cuerda para recoger los DNIs de los clientes, sus llaves o la vuelta del dinero que sobraba de los encargos. Por esa canasta subía también la compra. Y el pan, que nos dejaban ya al final del día, calentito, recién hecho. Más tarde, llamabas a Madaleni en una voz que se convirtió en el grito de guerra que tuvimos los primos durante un tiempo, cuando salíamos juntos. Y rellenando las fichas de los clientes, por la noche, antes de acostarnos.

Y en tantas comidas y celebraciones familiares -qué nos gusta una fiesta en esta casa- en tu sitio, copresidiendo con el abuelo, aguantando conversaciones que no te agradaban, animando a comer a los demás, agarrada a tu servilleta que estirabas como nadie, con un gesto a medio camino entre el planchado y la caricia y que hacía que te durara toda la comida entera. Con tu cervecita, acompañándote el aperitivo o la cena. El café con leche en vaso, a media mañana la tapita de "la faritonga", y la bandeja de las medicinas, rebosando por los lados.

Y te recuerdo, porque lo fuiste, fuerte como nadie. Recia. Sin exteriorizar tu sufrimiento, sin soltar ni una lágrima, aguantando el tirón tras la muerte de tus queridos hermanos. Y así, con esa enseñanza, fueron capaces algunos de vivir tu marcha hace un año. Yo no, abuela. Yo soy fuerte, pero lloré. Y también lloro ahora, porque te echo de menos. Y te escribo, porque me quiero guardar tus recuerdos.  Para siempre.

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